Árbol milenario, quizás incluso inmortal. Quién sabe cuantas cosas ha visto y oído. Un escritor le ha dado voz…
de Guido Mina di Sospiro
La primera idea de escribir las memorias de un árbol me vino en Bad Ragaz. Estaba re-aprendiendo a caminar después de un accidente. El dolor era intenso, por lo que deambulaba muy lentamente bajo majestuosos árboles en el parque de la clínica. Los árboles – su sosiego, sombra y aparente imperturbabilidad – siempre me habían fascinado. Desde pequeño percibía en ellos algo luminoso.
Empecé a leer textos botánicos y a visitar jardines. Viviendo en Los Ángeles, disponía de un notable muestrario de especies: en Beverly Hills, por ejemplo, árboles nativos de Canadá están al lado de arbustos de origen australiano. Este caos no me desanimaba, sino que despertaba mi curiosidad. Pronto entendí que entre las especies existe una jerarquía, basada en dos factores: longevidad y, en menor medida, mole.
Los árboles – considerados áfonos, inanimados y similares a autómatas de bombeo – me parecían en cambio dignos de una historia “dendrocéntrica”: un árbol milenario que explica su propia vida. Y entre todos los árboles considerados, elegí el tejo (Taxus baccata). “Vegetaba hace ya 250 millones de años, antes de la aparición de los dinosaurios, mucho antes de la aparición de los hombres”, leí en un tratado, que añadía: “un fósil viviente, virtualmente inalterado desde siempre.” ¿Qué quería decirnos este monumento viviente? ¿Por qué había sobrevivido hasta nuestros días?
Mientras tanto nos habíamos trasladado a Miami. En mi estudio inmerso en el verde tropical empecé la investigación. Los textos sobre el tejo eran escasos, así que empecé a escribirme con directores de huertos botánicos y de museos de historia natural. Las respuestas no eran muy esperanzadoras. Ponían objeciones a la edad del tejo narrante: 2.000 años. Nadie se creía que el árbol pudiera vivir tanto tiempo. Pero el tejo presenta anomalías de crecimiento: mientras el núcleo central del tronco se marchita, estratos de nuevo tejido cubren la madera muerta. Por lo tanto el tejo se renueva desde el exterior hacia el interior. El efecto colateral es que ninguna de las partes es tan vieja como el árbol entero. Establecer la fecha con la prueba del carbono es por ello imposible, al igual que contar los anillos de crecimiento.
Mi investigación se había convertido en “quest”, en búsqueda, la búsqueda de un Grial vegetal: un ejemplar viviente que cumpliera los requisitos de edad y majestuosidad que la historia necesitaba. Empezaron así una serie de viajes a Inglaterra, Gales y Escocia. Un sinfín de veces me encontré frente a tejos venerables, empapados como yo, olvidados en un cementerio en medio del campo. Los druidas célticos los habían plantado como símbolo de inmortalidad, costumbre heredada del Cristianismo, con la diferencia de que mientras para los druidas el tejo era el axis mundi y el trait d’union entre este mundo y el otro, para los cristianos era un simple accesorio de la iglesia. Conocí muchos tejos antiguos, pero sin encontrar lo que estaba buscando. Quizás ni yo mismo sabía qué estaba buscando.
Como último recurso probé la carta irlandesa. Escribí a Aidan Brady, director de los Jardines Botánicos de Dublín. La respuesta fue poco alentadora. “Los ingleses han talado todos nuestros árboles. Dudo que en Irlanda crezca ningún tejo más antiguo de 1.000 años.” Había una posdata: “¿Se ha interesado por el tejo de Killarney?” Volé a Dublín. Aidan puso a mi disposición a sus colaboradores, y escribió dos cartas de presentación: para el cuidador del Parque Nacional de Killarney y para Alan Mitchell, el mayor experto de árboles del mundo.
Descendí del tren bajo la lluvia, de noche. En Killarney llueve siempre y cuando no llueve, diluvia. Me parecía como si a los pocos paseantes les floreciera musgo en la nariz y les crecieran líquenes sobre las mejillas. Me desperté al día siguiente bajo un cielo despejado. Era marzo, pero hacía calor. En el pueblo se notaba una euforia palpable. “Ha llovido de forma ininterrumpida durante cinco meses” me dijeron; “¡por fin un día de sol!” Me adentré en el parque, bellísimo, situado entre lagos y montañas. Sabía que el tejo me esperaba dentro del claustro de una abadía derruida. Era mi última oportunidad. Confieso que pasé de largo y evité la abadía. Volví poco después, acompañado por Cormac Foley, cuidador del Parque.
E inmediatamente supe que sí, que había encontrado lo que estaba buscando desde hacía años.
El árbol en sí era majestuoso, pero todo el contexto hablaba con elocuencia. A pocos centenares de metros, el bosque de tejos más grande de Europa; más allá, en Dunloe Castle, dos tejos macho y hembra, abrazados desde hacía siglos; tras las colinas, Serpent Lake, donde San Patricio había ahogado a la última serpiente. Además Cormac me explicó la extraña suerte de la IX Legión Hispana, de estancia en Britania, misteriosamente desaparecida de la historia. ¿Era posible que esta legión hubiera intentado invadir Hibernia, actual Irlanda? Intuí que mi historia se había escrito por sí sola. Cormac me presentó a Danny Cronin, un hombre vivaz de noventa años que a base de pintas de Guinness me explicó decenas de leyendas. Algunas de ellas acabarían encontrando espacio en mi libro. Irlanda me había embrujado.
En Inglaterra, Alan Mitchell me acogió gélidamente. Era “un materialista completamente satisfecho” y por lo tanto escéptico respecto a mi idea de dar voz a un árbol. Aún así, cuando más tarde le escribí, respondió con una carta de ocho páginas en las que aireaba la sabiduría adquirida a lo largo de toda una vida. Este hombre, que ya no está entre nosotros, había catalogado 100 mil árboles monumentales, dando vida al Tree Register of the British Isles (Registro de los árboles de las Islas Británicas). Autor de una guía que aún hoy sienta cátedra, de forma inesperada había pasado a ser mi aliado. Alan me guió en todos los aspectos botánicos de la historia. Y me presentó a Allen Meredith, visionario obsesivo Galés.
Como yo, había realizado investigaciones sobre los tejos durante años. Después de examinarme para entender si mi amor por el tejo era genuino, Allen me reveló un secreto. Fuimos juntos a Tandridge, en Surrey. Allí había descubierto un tejo viejísimo, a ocho metros de distancia de la iglesia local, cuyos cimientos eran sajones. En la cripta se podía observar que la bóveda de piedra había sido construida por los sajones entorno a las raíces del árbol. Alan Mitchell regresó con nosotros “al lugar del delito” y tras muchas inspecciones se rindió ante la evidencia. “Sí, este árbol hay que revalorizarlo” dijo. Y difundió la noticia a la comunidad científica mundial: el tejo de Tandridge tenía entre 2.000 y 2.500 años.
A lo largo de este proceso también descubrí que el reino vegetal es cualquier cosa menos bucólico. Los árboles no sólo declaran la guerra a los vecinos estrangulando sus raíces, o haciéndoles sombra para impedir que hagan la fotosíntesis, sino que además recurren a la alelopatia. Es decir, la inhibición / supresión del crecimiento a base de toxinas. Una guerra química. Esto me inspiró el séptimo capítulo, que narra una guerra centenaria entre robles usurpadores y especies perennifolias. Para escribirlo competentemente fui a New Hampshire a visitar al legendario Alex Shigo. “Cirujano de árboles”, ha seccionado 16 mil, estudiándolos luego en el microscopio. A él se le debe la “nueva biología del árbol”, cuyo concepto básico es la “compartimentación”: los árboles viven mientras consiguen “compartimentar” las infecciones. Discutimos durante días y mantuvimos correspondencia durante meses. Aunque privadas de cerebro, las plantas me parecían, cada vez más, seres inteligentes.
Una vez completado el manuscrito, deseaba discutirlo con otros personajes. Sir Ghillean Prance, por ejemplo, entonces director de Kew Gardens. Ghillean es una leyenda viviente: cuarenta especies descubiertas por él en el Amazonas llevan su nombre (Prancii). Le había enviado el manuscrito y no sabía qué esperarme. “Lo hablaremos cuando venga a verme”, me había dicho a través de su secretaria. Me acogió en su estudio en Kew Gardens, me hizo tomar asiento, me sopesó con la mirada, y dijo: “I love it!”. Nacía una gran amistad.
Otro personaje que leyó el borrador fue Rupert Sheldrake, biólogo “excomulgado” por el sacerdocio científico. Había osado escribir “Una nueva ciencia de la vida”, libro que la prestigiosa revista científica Nature había definido “para quemar”. Me abrió la puerta de su casa en Hampstead sonriendo. Su mujer Jill, durante años la compañera del compositor Stockhausen, estaba vocalizando: cantos mongoles en los que emitía más de una nota a la vez. Le pedí a Rupert permiso para incorporar aspectos de sus teorías, como la comunicación entre árboles por proximidad botánica gracias a la resonancia mórfica. Permiso concedido, amistad inaugurada.
Mientras tanto una investigación realizada por varios laboratorios con 114 mil plantas detectaba una única sustancia prometedora como agente anticancerígeno, extraída de la corteza del tejo del Pacífico. El Taxol hoy es en parte sintetizado y en parte extraído de las hojas del tejo común sin amenazar su supervivencia. Y es una de las sustancias anti-cáncer más eficaces. Mientras que la taxina, prolija en todas las partes del árbol menos en las bayas (arilos), es un alcaloide que provoca convulsiones, parálisis y paro cardíaco. Planta de paradojas: árbol de la muerte y de la longevidad; verdugo y sanador; kalashnikov de la Edad Media (las flechas perforaban las corazas sólo si se lanzaban desde arcos de tejo) y símbolo de inmortalidad.
Finalmente reconocido como ser técnicamente inmortal, en el Reino Unido el tejo está reconquistando el lugar que le corresponde. Incluso han impreso su efigie en un sello. Mi libro se publicaba en los países de lengua inglesa con éxito, tanto como para que se tradujera y publicara en muchos idiomas, en lugares tan remotos como Corea. Me sorprendió que la Enciclopedia Británica hiciera una recensión muy favorable. Se había cerrado el círculo: el depositario de la cultura oficial se inclinaba ante la evidencia de nuestros descubrimientos. Hoy varios científicos coinciden en señalar el tejo de Fortingall, en Escocia, como el organismo viviente más antiguo del mundo: ocho mil años ¡y aún en perfecto estado de salud!